Hola, diario. Hoy es un día triste. Tal vez más triste que
el día que se murió Zsá Zsá o que aquel día en que Pablo volvió a casa y tuve
que consolarlo durante unas cuantas horas.
Hace tiempo que Raúl no estaba bien. Ya no me venía a sacar
a pasear como siempre. Quien venía a casa a mimarme cuando Pablo no estaba eran
sus sobrinos o Fina.
Un día, fui a la casa de Fina y Raúl y lo encontré a él en
la cama. No se movía mucho, pero me dejaron acostarme con él y darle muchos
besitos en la pelada. Supe que no estaba bien, por eso, me molestaba mucho cada
vez que alguien se le quería acercar a él.
Eso pasó durante varias semanas. Un día, vino el
veterinario a querer tocarlo y le gruñí. Tanto que tuvieron que sacarme de la
habitación. Nadie iba a meterse con mi abuelo humano. Raúl no tenía moquillo,
sólo tenía mucha edad. Tal vez 18 años… o 20… ¿o hasta 25? Eran muchos años y
creo que le cayeron todos encima y lo estaban aplastando. Entonces, ¿para qué
un veterinario? En cada visita me ponía muy nervioso porque tenía mucho miedo
de que quisieran sacrificarlo.
Cada vez que nos íbamos de la casa de Fina y Raúl, Pablo me
decía: “Saludá a Raúl”. Y yo pegaba un salto sobre la cama y le lamía la
pelada. Eso se convirtió en un ritual. Y él me devolvía el saludo con esa
sonrisa enorme que te acariciaba el alma.
Pero con el tiempo noté que Pablo ya no me llevaba a la
casa de sus padres con frecuencia y, cada domingo (viste que yo sé identificar
los domingos), él regresaba invadido por la tristeza.
Ayer ocurrió algo extraño. Inolvidable para mí. Tuve un presentimiento.
Algo que me envolvió el cuerpo en una especie de capa helada. Pablo estuvo
ausente todo el día y tuve que aguantarme las ganas de hacer pis durante largas
horas. Pero supe que algo muy malo estaba pasando para que ocurriera eso. Pablo
regresó a la madrugada. Me abrazo y comenzó a sacar agua de sus ojos casi sin
parar. Le lamí las lágrimas, pero éstas parecían no tener fin. Imaginé lo que
había ocurrido. Salimos a pasear en silencio. Sigilosos. Con el alma acorralada
por nuestro corazón.
Luego se bañó y, al poco tiempo, volvió a salir. Triste.
Pasaron las horas, la preocupación, las teorías... hasta
que sentí las llaves en la puerta. Era Carolina, una de las mejores amigas de
Pablo. Me saludó muy afectuosamente, tomó la correa y me sacó a pasear. Pero
luego de pasear, me hizo subir a su auto. No tenía los colores del taxi. Era un
auto propio. Tenía el olor a dos perras de distintos tamaños y prácticamente la
misma edad. Viajamos unos 30 minutos y llegamos a un lugar. Un lugar especial.
Supe qué sitio era. Sentí los olores, las presencias, las energías… sentí el
umbral de la vida.
Subimos las escaleras y allí estaba reunida toda la gente
que conocí durante mi convivencia con Pablo. Si no fuera porque una pulga hacía
un orificio asesino en una de mis nalgas, hubiera pensado que estaba en una
especie de limbo donde todos vinieron a saludarme. Pero no, no era yo el
protagonista. Avancé sigilosamente entre todos ellos, saludé a los que pude,
hasta que vi a Pablo. Lo abracé, como siempre, y estuvimos un largo rato así. A
él le brotaba el agua por los ojos. Igual que a algunos de los demás. Mi olfato
sabía que Fina estaba por allí. La encontré y me abalancé sobre ella. También
lloraba mucho. Giré sobre mí mismo en el piso para permitirle que me rasque la panza,
algo que a ambos nos fascina. Es nuestro código. Luego la seguí hacia donde
iba. Allí un aroma me resultó conocido. Era familiar, pero extraño. Un olor que
fue cotidiano pero que había mutado y aún podía reconocerlo. Hasta que lo
descubrí. En una especie de caja larga, enorme, estaba descansando el cuerpo de
Raúl. Pude olerlo. Me erguí en mis dos patas traseras, apoyé mis patas
delanteras en la caja y vi que allí estaba, tieso, inerte, sin vida. Era la
carne donde había habitado Raúl, que ya no estaba ahí.
Me visitó la tristeza. Me dio un gran escalofrío y una
mezcla de alivio de saber que su agonía había terminado. Por eso me quedé,
vigilante, tieso, cumpliendo mi labor de “amigo para siempre”, debajo de esa
caja alargada. Allí estuve un largo rato, en silencio, percibiendo, recordando,
intercambiando mi energía con esa que rondaba, que se alejaba y no terminaba de
hacerlo.
Pasé largas horas en ese lugar, recibiendo con cordura a la
gente que llegaba y sin despegarme de Fina, de Pablo y de lo que había sido mi
viejo Raúl.
Cuando sentí el agotamiento, me volví a recostar debajo de
la caja larga y me puse a pensar en él, en su sonrisa eterna, en sus
palmadas (siempre que me acariciaba me palmeaba el lomo), en sus silbidos… Raúl
cantaba o silbaba cada vez que me sacaba a pasear. La gente lo miraba, pero a
él no le importaba. Cantaba en voz alta, orgulloso, divertido. También me
hablaba mucho. Cosas muy rápidas, en una jerga de humano adulto que no lograba
entender del todo pero que veneraba. Sus confidencias me hacían sentir
importante. Me sentía su amigo íntimo. Luego, cuando se cansaba, encendía el
televisor, se quedaba dormido y yo hacía lo mismo, tendido a su lado. Así
podíamos pasar horas.
Con Raúl compartíamos una intimidad tan alegre, tan simple,
que me hizo entender que la vida puede ser placentera y feliz incluso cuando la
persona que más amás no está a tu lado.
Físicamente sé que mi abuelo humano se fue para siempre y
me da muchísima pena. Pero sé muy bien que puedo visitarlo cuando quiera. Como
lo estuve haciendo todo ese rato. Sólo cerrando los ojos y dejando que mi
corazón lo piense tal como había sido. Así lo hice y me encontré con su sonrisa
enorme, su mano bruta para darme palmadas, y comencé a correr, de felicidad, a
su alrededor. Lo visité con el alma. Nos despedimos y, con esos ojitos llenos
de años, me aseguró que podría visitarlo de ese modo, cada vez que quisiera.
Estoy triste, sí. Pero Raúl vive adentro mío. Chau, diario,
no puedo escribir más.