
Hola, diario. Ayer se fue Mariana. La verdad es que estoy bastante triste. Me había encariñado un poco con ella. Ya estaba cómoda y se le estaba yendo el miedo. De todos modos, Pablo no se enteraba, pero cuando él se iba a trabajar, ella se quedaba llorando un buen rato. Yo le daba un par de besitos y, cuando se daba cuenta de que no estaba sola en la calle otra vez, se calmaba.
Aunque nunca me gustó que se siente en mi sillón o se suba a la cama, jugábamos mucho en el patio y debo reconocer que era un poco torpe. Me pegó unos mordiscos que todavía recuerdo. Pero bueno, es cachorra. Los chicos son así.
Ayer llegó una pareja que no había visto antes pero que, aparentemente, conocían a Pablo. Me acariciaron apenas y fueron directo a ver a Mariana. Enseguida supe que se la llevarían. Él tenía la sonrisa pegada en su rostro, ya estaba resuelto a llevársela. Pero ahí mismo lo consultó con ella, quien se puso a mimarla apenas entró . Estuvieron hablando un rato, tomaron un café con nosotros y, luego de un ratito, salimos los cinco a la calle. A Mariana la llevaban ellos, en los brazos. Dimos la vuelta, se metieron en un auto y nos quedamos mirando a Mariana, detrás de la ventanilla. Se puso a llorar con esos chillidos que ya le conocía. Pero el auto arrancó y se fue.
Nos quedamos tristes, quietos, observando el espacio por el que se había ido el auto que se llevó a Mariana. Me di cuenta de que a Pablo se le escapó agua de los ojos y, seguramente, si yo hubiera podido también. Nos volvimos a casa despacito, nos hicimos unos mates y nos quedamos así, solitos, sin hablar demasiado. Seguramente pensando en Mariana. Con tristeza porque ya era una ausencia y con alegría porque el final de sus penurias ya era un hecho. Tenía un hogar donde la amarían para siempre. Como yo.
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