Hola, diario. Hoy quiero hablarte de ese monumento a la comida que hay en la cocina de casa. Es un armario enorme sobre el que a Pablo le encanta pegarle papelitos, imanes y otras boludeces. Cuando lo abre, me inunda el rostro una bocanada de aire helado que contiene los aromas más sabrosos y variados. Es un concierto de aromas y, en segundos, me detengo a intentar identificar cada uno de ellos. Aunque reconozco que mi ansiedad suele jugarme una mala pasada. Ese momento intelectual de querer decodificar cada olor se yuxtapone con mi irrefrenable deseo de comerme todo lo que se cruza en mi camino. Cuando Pablo mantiene la puerta de ese artefacto abierta, pienso dos veces en tomar algo con los dientes y salir corriendo. Lo observo de reojo, pero me contengo. Quiero que convivamos en armonía.
¿Sabés qué hace Pablo en estos días de calor extremo? Saca unos pedacitos de agua congelados y los vuelca en mi bebedero. Me encanta jugar lamiéndolos hasta que se desarman y dejan mi agua fresquita fresquita.
Creo que hoy salimos de paseo a la noche e intuyo que vamos a llevar cosas ricas de nuestro artefacto helado. De nuestro monumento a la comida.
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