
Hola, diario. No te das una idea de las situaciones
movilizadoras que viví durante las últimas 48 horas. Obviamente no pude
escribir antes porque estaba todo guardado por “el guardador”. Después de esa
situación traumática e inentendible en la que Pablo se puso a guardar todo,
absolutamente todo, compulsivamente en cajas y bolsas, ocurrió lo más
desconcertante. El timbre sonó muy temprano y nos habíamos quedado dormidos.
Bajamos rápidamente y no sabés lo que había en la puerta... Un camión con dos
forzudos que nos miraban amenazantes. Me preparé por si fuese necesario
utilizar mis dientes, pero en un segundo me olvidé de mi intención defensiva y
les salté para darles un beso a cada uno (no lo puedo evitar). Fueron amables,
no nos pegaron. Me acariciaron la cabeza y le estrecharon la mano a Pablo.
Pensé: “amigos nuevos”. Subimos con ellos y... ¡horror! Como si hubieran estado
viviendo ahí con nosotros, comenzaron a tomar las cajas y bolsas y se las
fueron llevando, de a una, al camión. Mientras, Pablo metió lo poco que quedaba
en una bolsa: las sábanas, las almohadas, el cepillo de dientes y otras cositas
sueltas. ¡¡Se llevaron hasta la cama!! ¿Adónde pensaba esta gente que íbamos a
dormir a partir de ahora? ¡Qué situación desconcertante! ¡Y Pablo tranquilo,
como si nada estuviera ocurriendo! En lo único que pensaba era en tener listos
sus rulitos para no parecer un caniche cuando saliéramos a la calle. Yo no gano
para sustos...
Diario, la casa quedó vacía. Va-cí-a. Sólo nosotros dos y
montones y montones de pelusas, y bolas de pelos míos. Habrán tardado unos
cuarenta minutos. Cuando se llevaron la última caja, me asusté. Pensé: “Ahora
nos llevan a nosotros”. Yo no estaba dispuesto a que ninguno de esos patovicas*
me cargara sobre sus hombros como hacen a veces con esos lechones muertos.
Bueno, no nos cargaron a nosotros pero nos invitaron a seguirlos. Amablemente.
No lo pensé ni un segundo. Solo ahí, en medio de la nada no
iba a quedarme. Creo que Pablo tampoco. Así que los seguimos.
Tenían un poco de olor. Creo que las cajas eran muy
pesadas. Le lamí el brazo a uno de ellos y tenía gusto salado. Hubiera seguido,
pero Pablo me retó.
Ya en la calle, subimos al camión. E-mo-cio-nan-te. Me
costó subir, lo confieso. Pero dejé que me ayuden. Luego, puse mis patas sobre
la guantera y miré al mundo desde ahí arriba. Autos, personas, perros y todo lo
que habitualmente se mueve por la calle, fue observado por mí desde ahí, con
mis dos patas traseras sobre la falda de Pablo y las otras sobre la guantera.
Les caí simpático a los forzudos porque me dieron galletitas. Sentí el impulso
de aprender a manejar. Me gustaría comandar uno de esos camiones enormes y
sentir de a ratos, ahí arriba, que uno es fuerte y poderoso y no corre el
riesgo de que le pisen la cola porque no lo ven o que lo pateen porque no les
agradás. Pero no tengo manos como para aprender a manejar, ni tampoco camión,
así que aborté la idea inmediatamente.
No viajamos demasiado... Bah... tampoco fue nada. Llegamos
a unos 4 kilómetros, en otro sector de la ciudad. Un sector paquetísimo. Era
temprano, así que mucha gente en la calle no había. Pero te puedo asegurar de
que las veredas estaban mucho más limpias y el movimiento era mayor. Advertí
que muchas de las personas que por ahí caminaban tenían algo de perro. Te
preguntarás cómo me di cuenta... Porque caminaban erguidos y como oliendo para
arriba. Sin dudas, eso indica que tienen un muy buen olfato. Me gustó.
Estacionamos en una avenida bastante ancha, como donde
vivíamos, pero con menos negocios y más edificios. Me quisieron ayudar a bajar
del camión, pero yo supuse que podría hacerlo solo. Me equivoqué. Me di un
tremendo porrazo. Pero como soy valiente, me lo aguanté estoicamente. De
pronto, me di cuenta de que Pablo sacó unas llaves y abrió la puerta de un
edificio. Un señor lo saludó, dejaron la entrada abierta y los forzudos
comenzaron a bajar nuestras cosas del camión.
¡Pero qué tonto había sido! ¡Ahí me di cuenta de lo que
pasaba! Nos estábamos mudando a otra casa. En un breve instante metí la cola
entre las piernas porque me enojé. ¿Cómo Pablo tomó esa resolución sin
consultarme? Si vivimos juntos. Somos compañeros… Y no me dejó despedirme de
Morena, ni de nuestros vecinos, ni de nuestra propia casa. Pero bueno, viste
cómo soy, se me pasó enseguida.
Me paré frente a la puerta del ascensor, pero Pablo siguió de
largo, por un extenso pasillo, hasta el fondo. Me gustó eso y corrí a toda
velocidad, pero el piso estaba tan lustroso que resbalé.
No hubo que subir por ningún ascensor. Nuestro hogar estaba
en la planta baja. Abrió la puerta y quise entrar primero yo. “¡Guauuu!”, dije.
Era un sitio mucho mayor que el anterior. Con una habitación más, un baño
enorme y un patio que tenía entradas al living y a la habitación. Te imaginarás
que, mientras los grandotes dejaban nuestras cosas amontonadas, yo no dejé un
solo rincón sin olfatear. Lo supe enseguida. Ahí vivió una pareja joven, pero
mucho antes, una señora mayor que se murió en ese mismísimo lugar. De todos
modos, no había peligro de fantasmas, ni malas ondas. El sitio se veía
espléndido. Pablo me hablaba, pero yo no lo escuchaba. Estaba fascinado
descubriendo esos nuevos olores que se mezclarían con los nuestros.
Cuando los tipos terminaron, Pablo cerró la puerta y corrió
hacia el patio. Allí lo seguí. Tenía en su mano una de las pelotas con las que
jugamos siempre. La arrojó de una punta a la otra y corrí a toda velocidad. Así
estuvimos un buen rato hasta que quedamos extenuados, cagándonos de risa, en el
piso, todos sucios. Creo que un nuevo capítulo comienza en nuestras vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario