
Hola, diario. Llegué a la conclusión de que no sirvo para estar enojado. Soy un tipo alegre, un tipo macanudo, un ser agradable… Ayer Pablo se fue muy temprano. Yo pensé que vendrían Fina o Raúl a hacerme compañía un rato, pero no fue así. Algo pasó porque tardó muchísimo. Y mientras estaba solo en casa, aburrido y con bastantes ganas de hacer pis, me puse a pensar y a elucubrar numerosas teorías. En mi delirio solitario me lo imaginé por ahí, suelto por la vida y el mundo, haciendo pis en cada árbol del planeta, feliz, respirando aire fresco. También pensé lo peor: Fina y Raúl también se olvidaron de mí. Toda la familia se entretuvo haciendo pis por los árboles del mundo y yo aquí solo, haciéndome un nudo en la vejiga para que no me explote. Y empecé a planear la forma en la que recibiría a Pablo cuando abra la puerta de casa. Porque en algún momento iba a volver... Está aquí su computadora y, sin ella, no es nada. Pensé en no hablarle por un largo rato. Aunque él me mire, yo me haré el distraído y miraré de reojo para otro lado. Aunque me clave la mirada, no me daré por advertido y focalizaré la nada, para que la transmisión mental sea nula. Lo decidí así: le voy a hacer el vacío por un largo rato. Para que aprenda.
Llegó tarde. Ya hacía unas cuantas horas que el sol se había escondido. Abrió la puerta y yo fijé la vista en la ventana, duro, tieso, frío. Pero, de pronto, pasó lo peor. Me dijo, con voz más aflautada y culposa: “¡Hola, Francisquín!”… y extendió los brazos, con su mirada fija, invasora, sobre mí. Y no pude… Sentí que mi cuerpo se volvía líquido y se deshacía en el parquet. Se me cayeron las orejas, se me aflojaron las patas, la cola se me metió hasta la panza y comenzaron a salir de mi garganta chillidos… lloriqueos de emoción. Y en dos segundos, salté sobre él, lo abracé con mis patas delanteras sobre sus hombros y le di incontables besos. A eso sumale que metió la mano en su bolsillo y sacó un huesito de cuero seco que se lo arranqué de un mordisco. Y, enseguida, salimos a pasear y a mear todos los árboles.
Este tipo me puede. No me puedo ofender con él, che. Siempre el extrañarlo estará por encima del resentimiento. Tengo un defecto: no me puedo enojar fácilmente.
Llegó tarde. Ya hacía unas cuantas horas que el sol se había escondido. Abrió la puerta y yo fijé la vista en la ventana, duro, tieso, frío. Pero, de pronto, pasó lo peor. Me dijo, con voz más aflautada y culposa: “¡Hola, Francisquín!”… y extendió los brazos, con su mirada fija, invasora, sobre mí. Y no pude… Sentí que mi cuerpo se volvía líquido y se deshacía en el parquet. Se me cayeron las orejas, se me aflojaron las patas, la cola se me metió hasta la panza y comenzaron a salir de mi garganta chillidos… lloriqueos de emoción. Y en dos segundos, salté sobre él, lo abracé con mis patas delanteras sobre sus hombros y le di incontables besos. A eso sumale que metió la mano en su bolsillo y sacó un huesito de cuero seco que se lo arranqué de un mordisco. Y, enseguida, salimos a pasear y a mear todos los árboles.
Este tipo me puede. No me puedo ofender con él, che. Siempre el extrañarlo estará por encima del resentimiento. Tengo un defecto: no me puedo enojar fácilmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario